En los años 50 y 60 del siglo XX, se mantenía una cierta tradición. El terrazo in situ era muy variado y todavía se puede contemplar en algunos solados (portales, comercios…) y se debe mantener. A su favor: la artesanía, el color, la diferencia, la originalidad, el trabajo personal, la expresión propia y la cultura incorporada. En su contra: su difícil reemplazo, no es versátil. Una vez levantado, no tiene reposición.
El suelo de terrazo in situ, con su granulado mínimo, en colores, enriquecía la entrada al lugar. En algunos casos, era el nombre del local comercial, la marca o emblema, que recibía al cliente o visitante en la entrada con gran dignidad, dejando claro la posesión singular, indicando el acceso. Era un suelo original, era personal, especialmente creado para ese lugar, apoyaba la mercadotecnia, era único, “como usted, señor cliente…”
Era la versión simple de una tradición de siglos, de milenios, entre la artesanía y el arte. Con el tiempo y el abandono de ciertas artesanías, ese tema se diluyó. Enlazaba con la historia y la tradición de los mosaicos romanos, bizantinos, … Citemos simplemente los enmarcados, los geométricos, los que cuentas historias mitológicas, bíblicas, que adornan, que indican, que muestran costumbres…
Recuerdo especialmente los “sin barrer”, que reproducen los objetos caídos el suelo tras un banquete, con gran realismo. (En los museos Vaticanos) Así nos enteramos de los menús romanos.
Los solados a “la alfombra”, (en piedra, de baldosa de cemento, de terrazo, de madera) enmarcaban la superficie, para centrar el espacio, ajustando un área con límites, señalando el acercamiento hacia las paredes, regularizando con una “cenefa”. Esto fue antes de que el cambio de criterio desconfigurara la centralidad del espacio y la convirtiera en planos libres, limpios y monocromáticos. ¡Fuera cualquier decoración!, unas veces por convencimiento, otras por industrialización, o simple falta de interés o de talento, desapareció todo atisbo de recreación.
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